quarta-feira, 7 de setembro de 2022

¿Le importa a una abeja? — Isaac Asimov & Fernando Fernandez

 Adaptação em HQ de um conto de Isaac Asimov por Fernando Fernandez







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Segue a versão original de Isaac Asimov

¿Le importa a una abeja?


La nave empezó siendo un esqueleto de metal. Poco a poco lo fueron recubriendo con un pellejo por el exterior, y el interior lo atiborraron de suministros de formas raras.
Entre todos los individuos, menos uno, que participaban en la construcción, Thornton Hammer era el que menos colaboró físicamente. Quizá por esto le tuvieran en mayor consideración. El manejaba los símbolos matemáticos que servían de base para el trazado de líneas en papel de dibujo, el cual servía de base a su vez para conjuntar las diversas masas y las distintas formas de energía que componían la nave.
En este momento Hammer miraba sombríamente a través de unas ajustadas gafas, cuyas lentes captaban la luz de los tubos fluorescentes de lo alto y la reflejaban como sendos focos. Theodore Lengyel, que representaba al personal de la corporación que se hacía cargo de los gastos del proyecto, se hallaba a su lado, de pie, y decía, señalando con un índice rígido como un puñal:
-Ahí está. Ese es el hombre.
Hammer atisbó.
-¿Se refiere a Kane?
-Me refiero al sujeto del mono verde que tiene una llave inglesa en la mano.
-Sí, es Kane. Veamos, ¿qué tiene usted contra él?
-Quiero saber qué hace. Ese hombre es un idiota.
-Lengyel tenía una cara redonda, rolliza, y los carrillos le temblequeaban un poco.
Hammer se volvió para mirar al otro, y su magro cuerpo adquirió un aire de disgusto, centímetro a centímetro.
-¿Le ha molestado usted?
-¿Molestarle? Estuve hablando con él. Mi tarea consiste en hablar con los empleados, enterarme de sus opiniones, conseguir informaciones mediante las cuales estructurar campañas para mejorar la moral del conjunto.
-¿Y en qué forma le molesta Kane a usted?
-Es insolente. Le pregunté qué impresión causaba trabajar en una nave que llegará a la Luna. Le dije algo acerca de que esa nave será un camino hacia las estrellas. Quizá hice un pequeño discurso e hinché un poco el asunto, y de pronto él se alejó del modo más grosero. Yo le llamé y le pregunté: «¿Adónde vas?», y él me contestó: «Estoy cansado de esa manera de hablar. Salgo a contemplar las estrellas.»
Hammer movió la cabeza afirmativamente.
-En efecto. A Kane le gusta contemplar las estrellas.
-Era de día. Ese tipo es un idiota. Desde entonces vengo fijándome en él, y no hace nada en absoluto.
-Ya lo sé.
-Entonces, ¿por qué lo conservan?
Hammer respondió con furia repentina y tensa:
-Porque quiero tenerle aquí. Porque me da buena suerte.
-¿Le da buena suerte? -tartamudeó Lengyel- ¿Qué demonios significa eso?
-Significa que cuando le tengo cerca pienso mejor. Cuando pasa junto a mí, con su maldita llave inglesa, se me ocurren ideas. Me ha sucedido tres veces. No me lo explico; no me interesa la explicación. Ha sucedido así. Y se queda.
-Usted bromea.
-No. No bromeo. Y ahora déjeme en paz.
Kane estaba allí, con el mono verde y la llave inglesa.
Se daba cuenta vagamente de que la nave estaba casi a punto. No la habían diseñado para transportar a un hombre, pero había espacio para uno. Kane lo sabia de la misma manera que sabia muchísimas cosas; tales como procurar mantenerse apartado del camino de la mayoría de personas la mayor parte del tiempo; o como llevar una llave inglesa hasta que la gente se habituaba a verle de este modo y dejaba de fijarse. El mimetismo protector consistía en una multitud de pequeños detalles, realmente… como el de llevar siempre una llave inglesa.
Kane sentía una multitud de impulsos que no comprendía del todo; como, por ejemplo, el de mirar a las estrellas. Al principio, muchos años atrás, se limitaba a mirarlas con vago pesar. Luego, poco a poco, su atención se fue centrando en una determinada región del cielo; después en un punto concreto. No sabia por qué miraba hacia allí. Precisamente era un punto en el que no había estrellas. Un punto en el que no se veía nada.
Era un punto situado muy arriba del horizonte, en el cielo nocturno, a finales de primavera y durante el verano, y a veces Kane se pasaba la mayor parte de la noche observando ese punto, hasta verlo hundirse en dirección al horizonte suroeste. En otras épocas del año, lo contemplaba en pleno día.
Aquel punto le inspiraba un asomo de pensamiento que no acababa de cristalizar. Con el transcurso de los años, dicho atisbo se había fortalecido, había subido más cerca de la superficie, y ahora casi estaba emergiendo, abriéndose camino en busca de expresión. Aunque todavía no se había revelado con toda claridad.
Kane iba y venía inquieto, y se acercó a la nave. Estaba casi completa, casi terminada. Todo encajaba casi perfectamente. Casi.
Porque en su interior, muy hacia la parte delantera, había un agujero poco mayor que un hombre; había también un pasadizo poco mayor que un hombre que llevaba hasta aquel refugio. Mañana ese pasadizo se llenaría con los últimos mecanismos; pero antes se habría llenado también el agujero. Aunque no con nada planeado por ellos.
Kane se acercó todavía más; pero nadie le prestó la menor atención. Se habían acostumbrado a él.
Había una escalera de metal, por la que tendría que subir, y una pasarela que había que recorrer para entrar en la última abertura. Y él sabía dónde estaba exactamente dicha abertura; lo sabía tan bien como si hubiera construido la nave con sus propias manos. Kane trepó por la escalera y recorrió la pasarela. No había nadie allí en aquel mo…
Se equivocaba. Había un hombre. El hombre le preguntó vivamente:
-¿Qué hace usted aquí?
Kane se volvió, y sus ojos inexpresivos miraron al que le había hablado. En seguida levantó la llave inglesa y la hizo descender suavemente contra la cabeza del hombre. El agredido, que no había hecho el menor intento de esquivar el golpe, cayó; en parte por efecto del golpe.
Kane le dejó tendido allí, sin preocuparse. El hombre no pasaría mucho rato inconsciente, aunque sí el suficiente para permitir que Kane se introdujera en el agujero. Cuando recobrase el sentido no recordaría nada de Kane, como tampoco de que hubiera pasado un rato inconsciente. Sencillamente, habría restado de su vida cinco minutos que ni volvería a recuperar jamás ni echaría de menos.
El agujero estaba oscuro y, por supuesto, no tenía ventilación; pero Kane no se fijó siquiera en tales detalles. Con la seguridad del instinto, se arrastró hacia el refugio que lo acogería y luego permaneció tendido allí, jadeando, encajado perfectamente en la cavidad, como en una matriz.
Dentro de dos horas introducirían los últimos mecanismos, cerrarían el pasillo y, sin saberlo, dejarian a Kane allí. Kane seria el único pedazo de carne y sangre dentro de un objeto de metal, cerámica y combustible.
Kane no tenía miedo de que le descubrieran antes de tiempo. De todos los que habían participado en el proyecto, nadie sabia que existiera aquella cavidad. No figuraba en el diseño. Los mecánicos y los constructores no se daban cuenta de que lo hubieran dejado.
Kane lo había arreglado todo.
No sabia cómo, pero sabia que lo había hecho.
Poseía la facultad de observar la influencia que ejercía, aunque sin saber cómo la ejercía. Consideremos, por ejemplo, a Hammer, el jefe del equipo y el más claramente influenciado por él. De todas las figuras confusas que rodeaban a Kane, era la menos borrosa. En ocasiones, Kane se daba perfecta cuenta de su presencia, cuando pasaba junto a él en sus lentos, imprecisos viajes por el recinto. Era lo único que precisaba: pasar junto a él.
Kane recordaba que también había sucedido así anteriormente, en particular con los teóricos. Cuando Lise Meitner decidió comprobar si había bario entre los productos del bombardeo del uranio mediante neutrones, Kane estaba allí; era un individuo que deambulaba por un pasillo vecino sin que nadie se fijara en él.
Y estaba recogiendo hojarasca en un parque, en el año 1904, cuando el joven Einstein pasaba por allí, meditando. En aquel instante, el sabio aceleró el paso, excitado por el impacto de una idea repentina. Kane lo percibió como una sacudida eléctrica.
Pero no sabia cómo se producía el hecho. ¿Conoce una araña la teoría arquitectónica cuando empieza a construir su primera tela?
Pero el proceso venía desde más atrás todavía. El día que Newton contemplaba la Luna, con el alborear de un determinado pensamiento, Kane estaba junto a él. Y desde mucho más lejos todavía.
El panorama de Nuevo México, ordinariamente desierto, bullía de hormigas humanas que rondaban en torno de la torre metálica de lanzamiento. La estructura que dispararían hoy era diferente de todas las que la habían precedido.
Esta quedaría libre de la atracción de la Tierra mucho antes que ninguna de las otras. Se alejaría mucho más y rodearía la Luna antes de regresar. Estaría llena de instrumentos que fotografiarían la Luna y medirían el calor que emitiera, medirían su radiactividad y examinarían su estructura química mediante las microondas. Realizaría de manera automática casi todo lo que podía pedírsele a una nave tripulada. Y proporcionaría los datos suficientes para que la nave siguiente que enviaran fuese realmente un vehículo tripulado.
Pero hay que decir que, en cierto modo, esta primera nave era ya un vehículo tripulado.
Había allí representantes de varios gobiernos, de varias industrias, de varias agrupaciones sociales y económicas. Había cámaras de televisión y reporteros.
Las personas que no podían estar allí contemplaban la escena en sus hogares y escuchaban la cuenta atrás, pronunciada con cuidadosa monotonía, de la manera que había devenido tradicional en sólo tres décadas.
Al llegar a cero, los motores de reacción se pusieron en funcionamiento, y la nave se elevó pesadamente.
Kane oía el ruido de los gases que salían precipitadamente, como desde muy lejos, y sentía contra su cuerpo el peso de la aceleración creciente.
Kane apartó la mente, levantándola y dirigiéndola hacia el exterior, liberándola de toda relación directa con el cuerpo, a fin de no darse cuenta del dolor y la incomodidad.
Comprendía confusamente que el largo viaje estaba llegando a su fin. Ya no tendría que seguir actuando cuidadosamente para evitar que la gente se diera cuenta de que era inmortal. No tendría que seguir disimulándose en segundo término, ni errar eternamente de un lugar a otro, cambiando de nombre y de personalidad y manipulando mentes.
La cosa no había salido perfecta, claro está. Habían surgido los mitos del Judío Errante y del Holandés Volador, pero él había seguido adelante. Nadie le había molestado.
Veía su punto en el firmamento. A través de la masa y la solidez de la nave, seguía viéndolo. O acaso no lo «veía» realmente. No tenía la palabra exactamente apropiada.
Sin embargo, sabía que la palabra apropiada, exacta, existía. No habría sabido decir cómo sabía una parte de las cosas que sabía, como no fuera explicando que con el paso de los siglos las había aprendido poco a poco, con una seguridad que no requería razonamiento alguno.
Había empezado a existir como un ovum, o como algo para lo cual la palabra «ovum» era la más apropiada que conocía, depositado en la Tierra antes de que las criaturas nómadas, llamadas desde entonces «hombres», hubiesen construido las primeras ciudades. Su progenitor había elegido, cuidadosamente, la Tierra. No servía cualquier mundo, no.
¿Qué mundo habría servido? ¿En qué criterio se fundaba la elección? Esto no lo sabía todavía.
¿Acaso un icneumón, ese curioso insecto, estudia entomología antes de encontrar la especie precisa de araña que servirá para sus huevos y de herirla de modo que a pesar de todo siga viviendo?
El ovum lo echó fuera por fin, y él tomó forma humana y vivió entre los hombres, y se protegió de ellos. Entretanto, su único objetivo consistía en disponer las cosas de forma que los hombres recorrieran un camino que les condujese a construir una nave espacial, y que dentro de la nave hubiera una cavidad, y que en la cavidad estuviera él.
La empresa había requerido ocho mil años de esfuerzos, de progresos lentos y tropiezos.
Ahora, cuando la nave estaba ya fuera de la atmósfera, el punto del firmamento se divisaba mejor. Aquélla era la llave que le abría la mente. Aquélla era la pieza que completaba el rompecabezas.
Las estrellas parpadeaban dentro de aquel punto que el ojo del hombre, sin auxilio de aparatos, no habría podido ver. Una determinada estrella de aquel grupo brillaba esplendorosa, y Kane se lanzaba afanoso hacia ella. La expresión que habla ido tomando forma en él durante tanto tiempo se abría paso ahora.
-Mi hogar -susurró.
¿Lo sabía? ¿Acaso un salmón estudia cartografía para encontrar los manantiales de agua dulce del riachuelo en donde nació años atrás?
Se había dado el último paso en el lento proceso de maduración que había durado ocho mil años, y Kane ya no se hallaba en estado de larva, sino de adulto.
El Kane adulto volaba fuera de la carne humana que había protegido a la larva, y huyó también de la nave. Y se lanzó adelante, a velocidades increíbles, hacia el hogar, del que quizá saliera también un día, para ponerse a vagar por el espacio y fecundar algún planeta con su «ovum».
El Kane adulto surcaba raudo el espacio, sin acordarse siquiera de la nave que transportaba la crisálida vacía. No dedicó ni un momento de atención al hecho de haber empujado a un mundo entero hacia la tecnología y los viajes espaciales sólo para que aquel ser que había sido Kane pudiera madurar y llegar a su realización total.
¿Le importa a una abeja lo que le haya ocurrido a una flor, cuando ella ha terminado su asunto con aquella flor y está siguiendo su propio camino?

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Does a Bee Care?
1957

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